El tapiz urbano de Montevideo, Salto o Paysandú es un testimonio vivo de la evolución arquitectónica, un lienzo donde dialogan y contrastan las formas del pasado con las expresiones del presente. Comprender las particularidades que distinguen a la arquitectura neoclásica de la moderna no es solo un ejercicio de apreciación estética, sino una herramienta fundamental para profesionales y entusiastas del sector de la construcción en 2025. Este reportaje se sumerge en las características definitorias de dos corrientes fundamentales, cuyo legado sigue marcando pautas en el diseño y la edificación uruguaya.
El neoclásico, enraizado en la recuperación de la estética grecorromana del siglo XVIII, se consolidó en Uruguay como un símbolo de la joven república y su aspiración a la grandeza cívica. Su lenguaje se articula a través de la simetría axiomática, la proporción áurea y la monumentalidad. Elementos como columnas dóricas, jónicas y corintias, frontones triangulares y entablamentos adornados definen fachadas imponentes, a menudo en piedra o mármol, evocando la solidez de las instituciones. Edificios emblemáticos como el Palacio Legislativo (1904-1925), con su imponente pórtico hexástilo y su cúpula, o la Casa Central del Banco de la República Oriental del Uruguay (1930s), son paradigmas de esta corriente en nuestro país. Según datos del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay (2024), el 28% de los inmuebles catalogados como Monumentos Históricos Nacionales en Montevideo exhiben una marcada influencia neoclásica, subrayando su importancia patrimonial y el desafío constante de su conservación. La inversión promedio anual en restauración y mantenimiento de estos inmuebles ha mostrado un incremento del 7% en los últimos cinco años, evidenciando un renovado interés en su preservación y puesta en valor cultural.
En contraste diametral, la arquitectura moderna, que emergió con fuerza en las primeras décadas del siglo XX, rechazó la ornamentación histórica en favor de la funcionalidad y la pureza formal. Impulsada por la innovación en materiales como el hormigón armado, el acero y el vidrio, esta corriente abogó por volúmenes limpios, líneas rectas, espacios diáfanos y la primacía de la luz natural. El concepto ‘la forma sigue a la función’ se convirtió en su mantra, buscando soluciones eficientes y adaptadas a las nuevas necesidades sociales. Edificaciones como el icónico Edificio Panamericano (1964) en Montevideo, con sus fachadas acristaladas y estructura de hormigón a la vista, o numerosas viviendas racionalistas distribuidas en Pocitos y Carrasco, ejemplifican esta ruptura. Mientras el neoclásico busca anclarse en un pasado glorioso, el moderno proyecta hacia el futuro, abrazando la tecnología y la experimentación espacial. Un estudio reciente de la Cámara de la Construcción del Uruguay (2024) revela que el 65% de las nuevas edificaciones residenciales y comerciales en áreas urbanas consolidó el uso de sistemas constructivos y estéticos de raíz moderna, incluyendo un 15% que incorpora soluciones de eficiencia energética y domótica, aspectos impensables para los cánones neoclásicos. La convivencia de estos estilos en el paisaje uruguayo no solo enriquece nuestra identidad urbana, sino que plantea desafíos interesantes para la planificación y el diseño contemporáneo, donde la reinterpretación y la integración respetuosa son claves.