
Para los próximos años, la proyección es clara: la demanda por espacios públicos multifuncionales, que sirvan como lienzos para la expresión cultural diversa, solo va a incrementarse. Esto no es solo una cuestión de ‘buena voluntad’; hay un claro componente empresarial. Un diseño inclusivo mitiga riesgos de conflictos sociales, potencia el uso y, por ende, la rentabilidad social de la inversión. Un parque que acoge un mercado boliviano un fin de semana y una feria artesanal mapuche al siguiente, no solo dinamiza la economía local, sino que construye capital social invaluable. Ignorar estas dinámicas es exponerse a espacios subutilizados y, en última instancia, a un retorno de inversión deficiente.
No obstante, este camino no está exento de desafíos. La financiación, la necesidad de equipos multidisciplinarios (antropólogos, sociólogos, diseñadores urbanos, arquitectos) y la propia gestión de las expectativas comunitarias requieren una planificación meticulosa y una evaluación de riesgos constante. Evitar el ‘tokenismo’ –la mera inclusión simbólica sin una integración profunda– es crucial. Se trata de generar procesos participativos genuinos que informen el diseño desde sus etapas más tempranas.
En Argentina, donde la diversidad es parte de nuestra identidad, la obra pública tiene la oportunidad de liderar en la creación de estos nuevos paisajes urbanos. Parques, centros culturales barriales, plazas secas o incluso intervenciones en corredores viales pueden y deben ser concebidos como nodos de encuentro intercultural. Al fin y al cabo, construir para la diversidad es construir ciudades más ricas, más seguras y, empresarialmente hablando, más atractivas para vivir e invertir. Es tiempo de tejer, con cautela y visión, la urdimbre de una ciudad que celebre a todos sus habitantes.