
La última década ha sido testigo de un incremento sin precedentes en la movilidad humana. Según datos actualizados del Observatorio Mundial de la Migración, la población migrante internacional superó los 280 millones de personas en 2020, lo que representa un aumento del 35% respecto a 2010. Lo más relevante para el sector de la construcción es que más del 60% de estos migrantes se asientan en áreas urbanas, ejerciendo una presión inmensa sobre la infraestructura existente. En Europa, urbes como Berlín o Estocolmo han experimentado un boom en la construcción de vivienda social modular en respuesta a la crisis de refugiados de mediados de la década pasada, aunque a menudo con resultados mixtos en términos de integración y sostenibilidad a largo plazo. En América Latina, ciudades como Bogotá o Lima enfrentan retos similares con la migración intrarregional, donde la autoconstrucción y los asentamientos informales son la respuesta mayoritaria ante la falta de planificación pública adecuada. La obra pública, ese pilar de la planificación urbana, se encuentra en una encrucijada. ¿Estamos construyendo para integrar o solo para contener? La pregunta resuena en cada nuevo proyecto.
Sin embargo, la inversión en obra pública orientada a esta demografía presenta un déficit histórico. En la última década, menos del 10% del presupuesto destinado a vivienda social fue específicamente diseñado o adaptado para poblaciones migrantes o desplazadas, según un informe reciente del Ministerio de Obras Públicas. Esto nos lleva a proyecciones preocupantes: sin una planificación estratégica y presupuestos específicos, el déficit habitacional podría agravarse en un 30% en los próximos cinco años, generando mayor presión sobre los servicios y alimentando la informalidad. El desafío es enorme y requiere una visión de largo plazo. No se trata solo de levantar paredes, sino de construir comunidad. Las cifras lo gritan: es momento de que la obra pública hable el idioma de la inclusión, con diseños flexibles y políticas proactivas. Si no, nuestras ciudades, en lugar de ser un hogar, corren el riesgo de convertirse en un laberinto para quienes buscan un nuevo comienzo.