
Nacido de la necesidad de reconstrucción posguerra y alimentado por ideales de funcionalidad y honestidad material, el brutalismo se caracterizó por su énfasis en la materialidad del hormigón en bruto (béton brut, de ahí su nombre), formas geométricas puras, volúmenes masivos y una articulación clara de las funciones internas en el exterior del edificio. En nuestro país, este movimiento encontró un fértil terreno en las décadas de 1960 y 1970, imbuyendo a numerosos proyectos públicos y educativos de una singular identidad. Estudios recientes de la Pontificia Universidad Católica de Chile, por ejemplo, destacan cómo el estilo fue adoptado no solo por su economía y rapidez constructiva, sino también por su capacidad de simbolizar solidez institucional y modernidad en un período de profundas transformaciones sociales.
Ejemplos emblemáticos en el panorama nacional incluyen la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Chile (Sergio Larraín García-Moreno y Mario Pérez de Arce), con su impresionante articulación de volúmenes y luz; el Edificio de la CEPAL (Emilio Duhart), que se alza como una fortaleza modernista; y la Torre de la Contraloría General de la República, un monolito urbano que define su entorno. Estas edificaciones no solo son hitos urbanos, sino también testimonios de una época y objetos de creciente estudio en la disciplina. El contexto actual de ‘arquitecturas resilientes’ y la búsqueda de identidad local, según análisis de la Asociación de Oficinas de Arquitectura (AOA), están propiciando una nueva mirada sobre estas estructuras. La adaptación y reutilización de estos gigantes de hormigón, explorando su potencial para nuevas funciones sin perder su esencia brutalista, se perfila como un desafío y una oportunidad estimulante para la arquitectura chilena del siglo XXI, transformando su pasado robusto en un futuro vibrante.