
Esta mentalidad, arraigada en un modelo de ‘crecimiento a toda costa’, generó pasivos ambientales que hoy estamos empezando a cuantificar. Desde la erosión de suelos por deforestación para abrir caminos, hasta la alteración de cuencas hídricas que impactan a comunidades río abajo o la pérdida de humedales vitales para la regulación de ecosistemas. La gestión de obras no solo es cómo se administra el dinero, sino cómo se administra el territorio y sus recursos. Y aquí es donde entra la crítica: ¿cómo financiamos la reparación? ¿O mejor aún, cómo financiamos una obra desde el inicio para que *minimice* ese daño? La perspectiva actual, y la proyección hacia los próximos años, indica un cambio lento pero necesario. Hay una presión creciente, desde la sociedad civil y algunos organismos internacionales, para que los paquetes de financiamiento incluyan cláusulas ambientales más estrictas, presupuestos dedicados a la resiliencia climática y monitoreos independientes post-obra.
Vemos en algunas provincias, sobre todo en la región central y cuyana, intentos incipientes de incorporar metodologías de ‘bonos verdes’ o financiamiento con impacto social y ambiental, aunque aún son experiencias aisladas. El gran desafío a futuro es la integración de esta visión ambiental en la ‘matriz’ de financiamiento público. Esto implica no solo un cambio en la ley, sino en la cultura de los decisores políticos y técnicos. La idea es pasar de ‘hacer la obra y luego limpiar’ a ‘hacer la obra *sin* ensuciar’. Para 2030, y esto es una proyección optimista, podríamos ver una tendencia donde el riesgo ambiental se incorpore como un factor de riesgo financiero *real* en la evaluación de proyectos, penalizando (o al menos encareciendo) aquellos con menor compromiso ambiental. Los fondos ya no deberían fluir tan fácilmente a proyectos que comprometan nuestro futuro ambiental. Es una gestión que va más allá de los números y se mete de lleno en el respeto por el entorno que habitamos.