
Las cifras no dejan lugar a dudas sobre la magnitud del desafío. Se estima que más del 30% de las naves industriales construidas antes del año 2000 en el Gran Santiago, Valparaíso y la conurbación del Biobío, se encuentran hoy subutilizadas, en un estado de deterioro avanzado o, derechamente, desfasadas respecto a las exigencias operacionales y tecnológicas del siglo XXI. Un reciente estudio de la Cámara Chilena de la Construcción (CCHC) para el periodo 2024-2025, proyecta que la inercia en la reconversión de estos activos podría traducirse en pérdidas de valor de mercado que superan los US$1.500 millones anuales a nivel nacional, erosionando la base patrimonial de numerosas empresas y el potencial de desarrollo territorial.
La persistencia de grandes extensiones de suelo industrial improductivo o subutilizado genera un efecto dominó que va más allá de la depreciación de activos. A largo plazo, esta situación contribuye al aumento de la presión sobre terrenos vírgenes en la periferia, promoviendo una expansión urbana desordenada y encareciendo la infraestructura de servicios básicos, lo que representa un costo oculto para las arcas municipales y el erario público. El sector empresarial se enfrenta a un dilema crítico: invertir en la modernización y adaptación de sus antiguos espacios o arriesgarse a quedar rezagado frente a competidores que sí apuestan por la eficiencia y la innovación espacial. El imperativo de la reconversión no es solo una oportunidad, sino una estrategia de supervivencia empresarial. Desde la transformación en centros de distribución y logística avanzada con automatización integrada, hasta la adaptación para data centers de alta densidad, pasando por espacios de co-working industrial o incluso usos mixtos residenciales-comerciales en zonas urbanas consolidadas, las opciones son vastas, pero requieren visión, capital y un marco regulatorio ágil. De no abordarse esta tarea con la seriedad y los recursos que demanda, Chile corre el riesgo de hipotecar una parte significativa de su potencial de desarrollo económico y urbanístico, manteniendo un ‘legado oxidado’ que, lejos de ser un activo, se convierte en un lastre insostenible para el futuro productivo del país.