
Desde una perspectiva social, la situación es preocupante. La movilidad eléctrica se está configurando, sin querer, como un lujo para una élite. Quienes pueden permitirse un auto eléctrico y, además, instalar un cargador en casa, son los verdaderos beneficiados. ¿Y el resto? Para las familias de ingresos medios o bajos que aspiran a sumarse a esta ola, las electrolineras públicas son su única esperanza. Pero la escasez regional las convierte en una lotería. ¿Cómo se planifica una ruta de vacaciones, o incluso un viaje de trabajo, si no hay certeza de dónde y cuándo se podrá cargar? Esto frena la adopción en las regiones, creando un círculo vicioso: menos demanda, menos inversión en infraestructura.
Además, no solo es un tema de cantidad, sino de calidad y accesibilidad. Muchos de los puntos existentes fuera de la capital adolecen de falta de mantenimiento, problemas de conectividad para el pago vía app, o simplemente no están integrados de manera inteligente en el entorno urbano. Son obras públicas que a veces parecen más un parche que una solución robusta y pensada para el futuro. El impacto a futuro de esta disparidad es claro: mientras Santiago avanza hacia una matriz de transporte más limpia, las regiones se quedan atrás, perpetuando dependencias de combustibles fósiles y profundizando una brecha de desarrollo que la electromovilidad, supuestamente, venía a cerrar. La infraestructura de carga pública no es solo una obra de ingeniería; es un pilar fundamental de equidad social y desarrollo territorial. Y en eso, estimados colegas, Chile aún tiene una deuda gigantesca.